La muerte de un poeta

Barcelona, la Barcelona de Marina, de Daniel Sempere, la Barcelona cambiante del siglo XX y la Barcelona majestuosa del siglo XXI… nuestra Barcelona. Nuestra ciudad amaneció gris, triste, desolada, hace ya un mes. Tan inesperado como un mensaje de WhatsApp: “¿has visto que Zafón ha muerto?”. El 17 de junio falleció, tras dos años viviendo en una incesante lucha contra el cáncer, un poeta. Y el mundo, de repente, parecía un sitio menos bonito. Un ligar fúnebre, desolado, vacío.
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Siempre pensaré que el arte y la literatura poseen una característica que ninguna otra disciplina tiene: ver morir a sus hijos es, al final, lo que les da vida. Porque qué sería de la pintura sin Monet, qué sería de la escultura sin Miguel Ángel, qué sería de la arquitectura sin Gaudí. ¿Qué va a ser de la literatura en adelante sin Zafón?
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El día en que murió, mi amiga Sacsa se lamentó de que muriese “un poeta”. Yo le quise llamar “el más clásico de los contemporáneos”. Y no son palabras casuales, arbitrarias: hace unos meses entendí, durante el primer acercamiento real a la Literatura –el primer cuatrimestre de mi grado– que los conceptos de tradición, canon literario y clásico se entretejen de una forma muy especial. Y, si bien es difícil entender qué mecanismos y que leyes rigen el arte para decidir qué poeta es clásico y canónico, es sencillo comprender que son términos profundamente especiales que otorgar a un artista.
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He perdido mi confianza en la perpetuación de los clásicos. La literatura –la contemporánea– se me antoja como un mundo en plena decadencia. Pero Zafón no merecía menos. Ya no solo por su éxito en ventas (siendo sus obras las más leídas después de El Quijote, de Cervantes) sino porque Zafón ha sido el escritor que ha acercado la lectura a los no lectores, ha sido un soporte y, en gran medida –esto es lo más sincero que podría decir en su honor– ha sido mi Julián Carax.
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Descansa en paz, poeta. Aquí jamás morirás.
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Caprichos en verso
- Raquel Díaz Sánchez